Pobre del titiritero que creyó que a través de su
pensamiento daba vida al cuerpo del muñeco. Pobre del espectador que se detiene
en la manos humanas como queriendo develar un truco. Como si los movimientos no
tuviesen resonancias y vibraciones que repercuten en uno y otro al punto de
preguntarse quién maneja a quién o, más aún, si se puede distinguir pensamiento
de cuerpo. Así lo entendió el escritor Heinrich Von Kleist en su ensayo “Sobre
el teatro de marionetas”: el muñeco no es sustituto ni representación del
hombre. No se trata de que el titiritero accione los hilos para producir un
movimiento. Son encuentros de cuerpos desde sus centros de gravedad, donde la
relación dominante – dominado se invierte en forma permanente.
La bella hipótesis de Von Kleist no impidió que, a
los 34 años, planificara meticulosamente cómo desorganizarse. Disparó contra su
novia, enferma de cáncer en etapa avanzada, y luego se suicidó. Para ellos, el
romanticismo no era un ideal, sino, como todo pensamiento, una fiesta de los
músculos.