Sábado a la tarde que empezó
soleado y se nubló. Salgo a andar en bicicleta. Me hablaron del bar Tokio, tan
en el medio de los barrios que viví que nunca lo noté. Jonte esquina pasaje
Tokio. Mesas sobre Jonte, mesas sobre Tokio, todas debajo del toldo de metal.
Ato la bici en una de las patas que lo sostiene. Pienso que me van a decir
algo, porque la herrería es de calidad. No me dicen nada. Donde termina el
toldo, adentrándose en el pasaje, hay una parrillita con restos de carne.
Durante un segundo siento que estoy en un pueblo, hasta que a mis espaldas ruge
el 109 destino Liniers. En la única mesa ocupada de afuera hay dos tipos
tomando una cerveza mezclada con gaseosa de naranja. Hablan con uno que está parado.
Le ofrecen sentarse, el tipo dice que no, que tiene que ir a ver un auto, que
se metió en la onda de la compra venta. Entro al bar. Mesas y sillas de madera
antigua, grandes ventanales a la calle, mosaicos de simetría infinita que deben
acentuar la borrachera. Pizarrones que anuncian promociones de cerveza y
cornalitos, cerveza y picada, cerveza y cerveza. Esperaba que en la caja
registradora haya un gallego, pero hay dos chicas jóvenes. Una es morocha de
tez oscura vestida de negro. La otra, pálida de ojos claros, pelo teñido de
colorado, camisa blanca, tatuajes grandes en los brazos. Pienso que debe ser
brava. Dos mesas ocupadas: en una, dos viejos hablan de seguros contra
terceros. En la otra, un pibe estudia. Antes de sentarme recorro las paredes. Banderines
de fútbol, trajes de jockeys enmarcados, fotos de un canoso con un jockey, dos
fotos de Pappo, una de Maradona autografiada, un par de tangueros, otra de un
historietista que parece que era habitué. Un recorte del diario del barrio tras
un vidrio, subrayado con resaltador. El bar era de un gallego. “¿Viste?”, me
digo como si me habitara otro. El
gallego se enfermó y lo alquiló a un tipo que lo fundió en dos años. Estuvo
cerrado y el gallego murió. En 2005, dos vecinos decidieron alquilarlo y reabrirlo
manteniendo lo que en la nota llaman “el espíritu”. Voy a la barra y pido un
café a la colorada. Al rato me lo trae la morocha. Algo me molesta, algo hace
que no quiera sacar el cuaderno para escribir algo, algo que no me dan ganas
tampoco de sacar el libro de Palahniuk de la mochila y empezarlo junto al café.
La música. Una radio FM a bastante volumen. Seguro fue la colorada. Un viejo
bar que suena a supermercado chino. Lindo sería un tango bajito, incluso algo
de jazz. El gallego debe estar revolcándose en la tumba. Encima tenemos que
escuchar las tandas publicitarias. Termino el café y me voy pedaleando de
contramano por el pasaje Tokio. Enfilo para Agronomía. Entro por Avenida San
Martín y cuando paso el primer edificio de la facultad, doblo por un senderito
de tierra entre pastizales. En una parte el alambrado está caído y puedo pasar
a la zona de los caballos, los chanchos y la lagunita de los patos. Veo un pibe
que pasa una tranquera y me la juego a lo mismo. Bajo de la bici y con esfuerzo
la levanto y la paso del otro lado. Después paso yo. Voy por el pasto lleno de
bosta. Esto también es Buenos Aires. Pienso que pinchar ahí sería un garrón,
pienso que quiero fumar un cigarrillo, pienso que llego hasta aquél alambrado
que pasó el pibe, miro a dónde va y me prendo el cigarrillo, pienso que va a
salir un cuidador de algún lado y me va a echar, pienso qué decirle, llego. Una
canchita de fútbol. Una docena de pibes pelotean, como esperando a otros para
empezar. ¿Y si me llaman porque les falta uno? Atajaría. Fumo el cigarrillo. Lo
apago a la mitad porque ya quiero andar de nuevo. Además no me llaman. Ellos se
lo pierden: en los picados, el equipo que juega con arquero fijo tiene una gran
ventaja. Vuelvo por la bosta. Paso la bici al otro lado de la tranquera y
después paso yo. Doy una vuelta más por la zona de los caballos. Una chica los
alimenta y les saca fotos con el celular. Salgo por Chorrarín, a la boca del
túnel. Me cruzo a ese gran parque atrás del Carrefour, donde era el Albergue
Warnes. Durante años fue puro escombro, después removieron y quedó pasto y más
pasto. Ahora el Gobierno de la Ciudad puso un cartel que dice “Juegos de Agua”
y otro más allá que dice “Juegos de
Vanguardia”. Los dos sectores están cercados, sin inaugurar. Hay bastante gente,
casi todas familias bolivianas. Una señora cocina en una sartén sobre un anafe
unas bolas de carne. Salgo para el barrio La Isla, cercado por el Cementerio de
Chacarita, las vías del Urquiza, el Carrefour y la estación Paternal del San
Martín. Vuelve la sensación de pueblo cuando, yendo por Paz Soldán, leo que en
la entrada de un almacén dice “hay carbón”. A unos metros, una entrada de
garaje abierta y una cartulina que dice “ayudanos a ayudar: feria de ropa”. No
hay nadie. Me bajo de la bici y entro. Paso el garaje y llego a un patio. A la
izquierda, un galpón. Tres tipos toman mate. Alrededor, mesas llenas de ropa.
Saludo desconfiado y me saludan sonrientes. Hay un poster del Papa Francisco.
La ropa está clasificada por prendas. Allá los zapatos de mujer, acá los
pantalones, más allá un perchero con camperas. Doy vueltas hasta que me decido
por dos pantalones de vestir y una camisa. Uno de los pantalones es azul
marino. El otro es negro con una tira naranja. Parece de seguridad privada o
granadero. La camisa también es naranja, pero de un naranja distinto. Cuando
llevo a la mesa las prendas, uno de los tres tipos ya no está. Quedan un tipo
mayor, morocho de anteojos y un joven gordo rubio con una remera de no sé qué
iglesia. Todo me sale 60 pesos. Lo caro es escucharlos un rato: que son
voluntarios de hospitales, que la ropa que no se vende la mandan al Chaco, que
si me interesa ser voluntario, que si quiero dejar un teléfono. Dejo un mail y
le pido que solo me avisen en caso de hacer otra feria. Cuando les dicto el
correo notan que mi apellido es judío y dejan de predicar. El gordo tarda en
anotar la venta, porque ya habían cerrado las cuentas del día, entonces tiene
que escribir lo mío como si fuera del día siguiente y eso le lleva unos
minutos. Ponen mi ropa en una bolsa turquesa, la trabo en la parrilla de la
bici y salgo. Bordeo el cementerio, paso por un lava autos donde veo trabajando
al borracho que dormía adentro del auto abandonado de mi cuadra. Cruzo la
estación Paternal por Trelles y más allá descubro una garita nueva del
Ministerio de Seguridad de la Nación. Es una de las entradas de la Villa
Lagarto, que ayer vi tan crecida volviendo en tren de Retiro. Es una de las
espaldas de la ciudad. Podés estar a media cuadra y no imaginártela. Me para el
semáforo de la esquina donde viví de los cinco a los quince años. Agarro la
cuadra cortada de Donato Álvarez, donde cruzaba con mi mamá a comprarle a
Mario, el almacenero más lento del mundo pero el único de la zona que abría los
domingos a la tarde. La fachada está igual, incluso diría con el mismo cartel
de quesos de hace más de diez años, pero más arriba hay otro que dice “en
venta”. Entrando de contramano por la de casa, lo cruzo a Agustín en su
bicicleta. Nos bajamos a saludarnos. Le cuento de la ropa, él me dice que se va
a la loma del orto, al cumpleaños de la sobrina. Me gusta su intelectualidad
callejera: la última vez que nos vimos había relacionado a Bochini con Sartre.
Ya en casa, me pruebo la ropa antes de lavarla. El pantalón de granadero me
queda chico, lo otro va bien.
Se calcula que hay más de 100 millones de blogs abandonados. Las estadísticas no explican motivos.
domingo, 16 de febrero de 2014
sábado, 15 de febrero de 2014
LA PIBA DEL DELTA
Cocaína o descuido en el diente que no es.
Diría que tenés un aro en la nariz.
Que tus ojos son del color del té que le servís a un viejo
que cuidás para hacer unos mangos.
Que tapaste con una virgen el tatuaje por un ex novio.
Que tu viejo andá a saber.
Que ya prendiste el cigarrillo
Y que todavía no se te secó el Delta de los labios.
Tu voz de madre de tus hermanas menores
Nunca pedirá ayuda, ¿para qué?
Si todos esos mierdas quieren garche
Y los consejeros son los más perversos.
Vas a prender fuego el río
Fuck you al forro de la lancha que te grita.
Clavado sin tocar el fondo
Al agua otra vez.
domingo, 19 de enero de 2014
ABORDAJE
Y cuando estemos al día qué.
El mueble con su brillo
Soldado el cable
Consumidos los nuevos lanzamientos.
Cuando estemos ante el misterio de lo que aún no es.
Cuando el tiempo se abra hasta no llamarse tiempo.
Ahí
(que siempre es ahora)
Qué.
¿Será la cobardía de inventar nuevas deudas?
¿Lijaremos la madera hasta que sea vidrio?
¿Llenaremos el vacío con proyectos?
¿O haremos al fin lo que por inexistente no puede ser nombrado?
domingo, 12 de enero de 2014
NO JODAN
Tengo la verborragia erecta y paradójicamente quién me para
ahora. El nudo que siento en el cráneo está desovillándose por el interior de
la cabeza, recorre mi lengua y sale: fuego negro contra la primera pared y
quedará rebotando en esta pieza. A menos que. El nihilismo es potencia, más
allá de lo que diga el amigo Friedrich. Cuando se destapa la pasión triste y se
expande, eso es alegría. Yo no veo arco iris y prados. Me libera la risa sucia,
la llave agnóstica, el beso del desencanto, el último latido de la liebre.
Revolcarse en la distorsión, seguir pidiendo más a la garganta que no puede. La
buena onda, la parsimonia orientalista, la vibra y el rollo de la energía son
el nuevo fascismo. No jodan: en estas latitudes a mí las piernas se me mueven
solas.
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