Yo hice tai chi hace como diez años.
Empecé con un amigo en un momento en el que leer a Castaneda, ir de mochilero
al norte, escuchar Spinetta, tratar de seguir el calendario maya y Oriente en
su conjunto eran más o menos lo mismo. Nos metimos en una clase en la calle
Gurruchaga, sin saber que el instructor era uno de los mejores del mundo. Con
mi amigo nos tentamos en un instante que yo quedé al revés que el resto, tras
una evidente mala interpretación de la consigna. Pudimos superarlo y continuar.
Abrazamos el árbol, empujamos el aire, suspendimos y sedimentamos. Mi amigo no volvió
más. Yo asistí un año entero a la misma escuela pero con Sophie como docente,
una francesa discípula del capo. A veces éramos nada más que ella, yo y
Mariana, una piba joven que tenía cáncer y después supe que murió. Un día
Sophie volvió a Paris y yo abandoné la práctica.
Caminando por un pasaje de
Almagro, veo una escuela de artes marciales. Me meto y consulto. Primera clase
gratis. Hay un cartel con el precio de la ropa de la institución, obligatoria
para la práctica. Empieza en diez minutos. Paso a una especie de gimnasio
gigante con el piso de goma, las paredes espejadas y luz blanca de tubos. Una
japonesa joven da clase a unos diez chicos. Las madres esperan en banquetas. La
consigna es correr y saltar. Gritar no, pero gritan. Al terminar, la japonesa
entrega una estrellita dorada para algunos, como reconocimiento a la evolución.
Otros se van cabizbajos hacia sus madres.
Empieza mi clase. Me descalzo. Digo
que un poco hice, sí, pero me parece que era otra cosa. La japonesa, atractiva
y severa, me pone en un subgrupo con señoras. Hacemos un precalentamiento que
me resulta familiar. Después nos muestra una forma de caminar: levemente en
cuclillas, con las piernas bastante abiertas. De un lado al otro, dice.
Largamos. A medida que avanzo recuerdo algunos puntos donde es bueno poner la
atención. Entrecejo, ombligo, plantas de los pies, remolino de la cabeza. De
poco sirve el intento de concentración. Me siento caminando como un pingüino en
un hospital. La acústica es insoportable. Me veo en los espejos y es peor. La
japonesa acompaña al grupo de avanzados. Con ellos cambia de consigna, alienta,
los sienta en ronda y les habla. Las señoras y yo somos una fila de imbéciles a
los que no vale la pena siquiera corregir. De un lado al otro, media hora.
Sophie podía no decirnos nada a Mariana y a mí, pero estaba con nosotros todo
el tiempo. Llego por enésima vez a la zona donde dejé las zapatillas. Este
pingüino se caga en Oriente. Me voy sin saludar, sin que lo noten.
LINDA ANÉCDOTA. EJEMPLIFICADORA. Corrección propia x defecto profesional: No existe el "Precalentamiento". Es "entrada en calor ó calentar", si quiera. No se calienta antes de calentar! El calentamiento es "preparar los grupos musculares para una actividad física más compleja, más comprometida, más acabada, más difícil y complicada, para "evitar" lesiones ulteriores durante la ejercitación "específica". De lo Global a lo sintético, para luego poder ir de lo Sintético a lo GLOBAL, amigo! (un aporte simiésco a la cultura física). Pero "esa" japonesa, de Docente, Náh!, jájajaja...Abrazo Kwemero. Mono
ResponderEliminarEl Mono de La Paternal es una platea de paladar negro...gracias Mono!
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