miércoles, 2 de enero de 2013

ATLÁNTICO AL SUR


 
Y el Atlántico qué se yo, ahí está. Calmo, como guardando fuerza para otras zonas, o como si tomara impulso para entrar a la ciudad. Por las dudas, la basura forma diques de contención absurdos, que nunca podrían resistir a las olas convencidas de cruzar la costanera. Las casas apenas se decoran. Cumplen su función de refugio del viento, el frío y la nieve. El óxido es la sangre de los materiales. Todo se deja morir. ¿Para qué cambiar lo que se estropeará de todos modos? Nada de árboles. Algún arbusto reseco, pastos amarillos que brotan en la vereda. Las plazas son pedazos de nada, con hamacas y toboganes que una vez trajo el municipio, en un descarte que llegó de capital. Los perros sí. Los perros andan sueltos y decididos. No ladran ni persiguen a nadie. Tal vez alguien los pueda seguir, para saber a dónde van. En los últimos años llegaron chinos. O coreanos. O japoneses. Van a las empresas de donde salen los camiones con tecnología de punta. También vinieron dominicanas y puertorriqueñas, que el pueblo hizo putas antes de escuchar su voz. Los hombres cuentan la anécdota de la brasilera enferma, que alguien arrojó desnuda desde un barco, sin plata, sin documentos, sin idioma para este lugar. Los del Ministerio la limpiaron, los del hospital le dieron antibiótico y la mandaron de nuevo a Brasil. Se ríen los hombres cuando lo cuentan, por lo general en la sobremesa, al mediodía, antes del sexo terco que hace sonar los huesos fríos, antes de acabar y dormitarse, antes de volver al trabajo. A veces algún pibe trae una moda de quién sabe dónde, quizás de internet, que llega con cortes pero llega, entonces alguien que tiene local empieza a vender esas prendas y se instala una temporada extraña de jóvenes que se visten de colores llamativos, o se ponen gorras, o aros, o juegan al básquet, entonces el municipio hace canchas y la escuela prohíbe los pantalones que permiten que se vea la ropa interior. Después pasa. Y los jirones de las prendas se sueltan del broche, de la soga y se van como barriletes insólitos hasta el Atlántico, que los devuelve asqueado y los deja ahí, en la costa, formando diques que nadie levanta por algún conflicto gremial.