domingo, 19 de enero de 2014

ABORDAJE


Y cuando estemos al día qué.

El mueble con su brillo
Soldado el cable
Consumidos los nuevos lanzamientos.

Cuando estemos ante el misterio de lo que aún no es.
Cuando el tiempo se abra hasta no llamarse tiempo.

Ahí
(que siempre es ahora)
Qué.

¿Será la cobardía de inventar nuevas deudas?
¿Lijaremos la madera hasta que sea vidrio?
¿Llenaremos el vacío con proyectos?

¿O haremos al fin lo que por inexistente no puede ser nombrado?


domingo, 12 de enero de 2014

NO JODAN



Tengo la verborragia erecta y paradójicamente quién me para ahora. El nudo que siento en el cráneo está desovillándose por el interior de la cabeza, recorre mi lengua y sale: fuego negro contra la primera pared y quedará rebotando en esta pieza. A menos que. El nihilismo es potencia, más allá de lo que diga el amigo Friedrich. Cuando se destapa la pasión triste y se expande, eso es alegría. Yo no veo arco iris y prados. Me libera la risa sucia, la llave agnóstica, el beso del desencanto, el último latido de la liebre. Revolcarse en la distorsión, seguir pidiendo más a la garganta que no puede. La buena onda, la parsimonia orientalista, la vibra y el rollo de la energía son el nuevo fascismo. No jodan: en estas latitudes a mí las piernas se me mueven solas.

jueves, 2 de enero de 2014

PRIMERA CLASE GRATIS: TAI CHI




Yo hice tai chi hace como diez años. Empecé con un amigo en un momento en el que leer a Castaneda, ir de mochilero al norte, escuchar Spinetta, tratar de seguir el calendario maya y Oriente en su conjunto eran más o menos lo mismo. Nos metimos en una clase en la calle Gurruchaga, sin saber que el instructor era uno de los mejores del mundo. Con mi amigo nos tentamos en un instante que yo quedé al revés que el resto, tras una evidente mala interpretación de la consigna. Pudimos superarlo y continuar. Abrazamos el árbol, empujamos el aire, suspendimos y sedimentamos. Mi amigo no volvió más. Yo asistí un año entero a la misma escuela pero con Sophie como docente, una francesa discípula del capo. A veces éramos nada más que ella, yo y Mariana, una piba joven que tenía cáncer y después supe que murió. Un día Sophie volvió a Paris y yo abandoné la práctica.  

  Caminando por un pasaje de Almagro, veo una escuela de artes marciales. Me meto y consulto. Primera clase gratis. Hay un cartel con el precio de la ropa de la institución, obligatoria para la práctica. Empieza en diez minutos. Paso a una especie de gimnasio gigante con el piso de goma, las paredes espejadas y luz blanca de tubos. Una japonesa joven da clase a unos diez chicos. Las madres esperan en banquetas. La consigna es correr y saltar. Gritar no, pero gritan. Al terminar, la japonesa entrega una estrellita dorada para algunos, como reconocimiento a la evolución. Otros se van cabizbajos hacia sus madres.

  Empieza mi clase. Me descalzo. Digo que un poco hice, sí, pero me parece que era otra cosa. La japonesa, atractiva y severa, me pone en un subgrupo con señoras. Hacemos un precalentamiento que me resulta familiar. Después nos muestra una forma de caminar: levemente en cuclillas, con las piernas bastante abiertas. De un lado al otro, dice. Largamos. A medida que avanzo recuerdo algunos puntos donde es bueno poner la atención. Entrecejo, ombligo, plantas de los pies, remolino de la cabeza. De poco sirve el intento de concentración. Me siento caminando como un pingüino en un hospital. La acústica es insoportable. Me veo en los espejos y es peor. La japonesa acompaña al grupo de avanzados. Con ellos cambia de consigna, alienta, los sienta en ronda y les habla. Las señoras y yo somos una fila de imbéciles a los que no vale la pena siquiera corregir. De un lado al otro, media hora. Sophie podía no decirnos nada a Mariana y a mí, pero estaba con nosotros todo el tiempo. Llego por enésima vez a la zona donde dejé las zapatillas. Este pingüino se caga en Oriente. Me voy sin saludar, sin que lo noten.