Vuelvo después de las once de la noche. Ella sigue en Chile. En casa no tengo nada para comer y solo quedan dos opciones: o sánguche de
dudosa milanesa en la estación de servicio recuperada por sus trabajadores, o
“Mi Chiclayanita”, el restorán peruano no cool. La primera vez que fui,
Teresita Cruz, la dueña, me atendió en la puerta. Petacona llegando a los
cincuenta, de vestido siempre floreado, pelo corto, ojos rasgados, mucho uso de
diminutivos al hablar. Sé su nombre porque está en una gigantografía con los menúes
impresos sobre un collage de fotos pixeladas. Ahí dice “Mi Chiclayanita: un
pedazo de Chiclayo en Buenos Aires. De Teresita Cruz”. Ese primer día me cantó
de memoria todas las opciones, pero gentilmente puso su cuerpo en la entrada
para evitar mi ingreso al local. No quería que mi presencia gringa (más bien
rusorumanopolaca) generara alguna reacción en sus compatriotas. Con el tiempo
me fue dejando pasar, aunque sea para esperar el paquete que me llevaría a casa.
Hoy decido quedarme a comer ahí.
- Te lo envuelvo para llevar, mi amor.
- No, Teresita, hoy me quedo.
- Ah, muy bien joven, discúlpeme.
No sé por qué dejó de tutearme. Quizás pasé una barrera de
hombría o algo así. Las paredes azulejadas de “Mi Chiclayanita” son la muestra
más fiel del sincretismo cultural: fotos del Machu Picchu, Gardel, banderas de
Argentinos Juniors y calcomanías con frases como “si te hablan mal del mí,
pregúntales cuánto me deben”. También hay un pequeño mostrador con perfumes de
segunda y tres celulares en venta. La cumbia peruana que sale de la rocola está
bastante fuerte. Hay cuatro mesas ocupadas, contando la mía. Un tipo de cara
ruda le marca a otro el arreglo de la percusión. Comparten la mesa con un
típico argentino canoso, de bigotes y anteojos, camisa cuadrillé metida adentro
del pantalón. Enseguida se va a poner a hablar a los gritos de otros
restoranes. Enumerará todo lo que comió para terminar diciendo “¿y cuánto creés
que pagué por todo eso?”. El del cencerro dirá una cifra y él alardeará
contando que pagó poco más de la mitad. Cambio el sentido de la percepción a
otro sector del pequeño salón. Un tipo joven y solo que cada tanto aprieta
fuerte los ojos, como si viese fantasmas que lo atormentan. Termina su cerveza
y se va sin decir nada. En la mesa del centro, dos a los que les gusta dejar
los envases vacíos como trofeos. Uno se la pasa con el celular. El otro tampoco hace nada puntual, pero me llama la atención. Lo bautizo internamente como El
Gordo de Colita Rapado a los Costados con Cara de Nene. Hacemos un mínimo
contacto visual que no llega a originar una conversación. Noto que recién
después de la sexta cerveza, piden un plato de pollo cada uno.
Estratégico para no quebrar sobre los manteles de hule con motivos de flores.
El Argentino Pelotudo, ya borracho, le grita algo a la piba que creo que es
la hija de Teresita. “No entiendo nada de lo que dices”, responde ella, y
vuelve los ojos a un televisor alto, clavado en Disney Channel, donde dan una
película con El Señor Miyagui que no es Karate Kid.
Llega mi abundante plato de arroz con verduras y noto que
Teresita le puso pedazos de carne por el mismo precio. Le sonrío. “Buen
provecho, muchacho”. La comida, una cerveza y yo. Trato de derretir al mundo,
concentrarme plenamente en la cena, pero me cuesta eliminar la voz del
Argentino Pelotudo. Ahora despotrica contra los chilenos por haber apoyado a
los ingleses en la Guerra de Malvinas. Podría meterme y argumentar, pero pienso
en la cantidad de tipos como él que en este momento andan predicando idioteces
en cada bar de la ciudad. Son inagotables y se reproducen como conejos. Mejor
comer tranquilo y cuando termino, entrecruzar un rato las manos sobre la panza
con las piernas estiradas. Después levantar la vajilla que usé, acercársela a
Teresita hasta el mostrador, que ella diga “gracias, mi amor”, me dé un beso en
la mejilla por primera vez y que, cuando llegue a la puerta, la que creo que es
su hija mueva la mano ligeramente para saludarme, casi imperceptible, antes de
girar de nuevo hacia la tele, pero esta vez sin haber lanzado su “no entiendo
nada de lo que dices”.
Me encanta Die! Me gustaría autoinvitarme a que me invites a comer ahí y conocer a Teresita algún día
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