Tenía que beber todo de un trago para recibir el diploma. La
profesora me observaba por encima de los anteojos. No había nadie más en el
aula. Metí las manos en los bolsillos del pantalón, me dejé caer en el asiento,
apoyé la nuca en el respaldo y extendí las piernas, montando la izquierda sobre
la derecha. Deshice la postura cuando empezó a picarme la barba y después de
rascarme volví a la posición anterior. Es el último paso, remarcó la profesora
en un tono meramente informativo. La escuché sin verla. Era más interesante
pensar en los motivos que desgastan los bordes de los escritorios. Pregunté si
ya todos lo habían hecho, mientras quitaba la mano izquierda del bolsillo y la
llevaba a mi estómago. No importaba qué habían hecho y dejado de hacer mis
pares. Yo debía rendir de todos modos. Sin cambiar de posición, observé el vaso
y su contenido: un brebaje espeso como leche hervida, pero de un color parecido
al celeste. La consistencia me recordó a los remedios de la infancia que diagnosticaban
los médicos ante la imposibilidad de quedarme quieto. Creo que surtieron
efecto. Ya casi no corro ni deseo levantar faldas contra la voluntad de las
chicas. Parece que ahora usan pastillas. Nada líquido. Nada celeste. Salvo el examen
final. La profesora, de pie, apoyó sus brazos estirados sobre el escritorio y
dejó caer su peso levemente hacia mi lado. Me miró a los ojos, interpelándome.
Yo observé la distancia entre sus pechos. Las uñas largas y pintadas de rojo de
la profesora marcaron un compás impaciente sobre la tabla. Supuse que tenía que
beber o retirarme. Sin aviso ni posición intermedia, en un solo movimiento, me
repuse, tomé el vaso y tragué su contenido enérgicamente, sin pausas. Miré a la
profesora, pero a mi alrededor flotaban millones de partículas plateadas, como
si hubiese recibido un golpe. Me zumbaban los oídos. Sentía como si mi cuerpo
terminara en la cintura y las piernas fuesen apenas un pantalón sin contenido.
No percibí el momento en el cuál la profesora caminó hasta quedar detrás de mí.
Tampoco pude ver de dónde sacó la toalla que colocó en mis hombros. Acercó su
boca a mi oído para informar que había aprobado. Creo que sonreí con los ojos
cerrados antes de vomitar. Luego pregunté si tendría que rendir nuevamente el
examen o alcanzaba con dejar limpio el establecimiento.
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