Volvemos de Matheu a las siete de la mañana en el 60 semirápido. Tenemos que llegar antes de las ocho y media para abrirle a José,
nuestro paladín de la heladera. Valeria reza por el artefacto en código ateo.
Tal como pidió el técnico, dejamos el aparato descongelando 24 horas antes. El
calor es insoportable. José llega a la hora pactada y enseguida hace un chiste:
“El problema de mi trabajo es que nunca pueden ofrecerme algo frío para tomar”.
Pone manos a la obra. Saca una cajita de madera con unas luces y una tecla. Es
un medidor de ampers artesanal. Lo llama “el estetoscopio de manufactura
personal”. Le convidamos un mate y, con una enorme sonrisa, explica que solo
toma en su mate, con su yerba, a la temperatura de agua que a él le gusta y que
además no lo comparte con nadie. La información contrasta con su gran cara de
buen tipo. Empieza a desarmar la Bosch Frost Free. Valeria ordena ropa para
distraerse. Yo fumo en el pasillo, como si estuviesen operando a un ser
querido. Después de un rato me asomo para ver las vísceras de la heladera. José
no dice nada. Ni siquiera onomatopeyas que pueda interpretar. Voy al comedor,
intento leer un cuento de Abelardo Castillo y me parece malo. No paro de pensar en lo que José
dijo la vez pasada. Si es la plaqueta, estamos fritos. Al rato escucho su voz
desde la cocina: “Hay novedades”, dice firme. Valeria y yo salimos disparados
desde distintas piezas. Lo rodeamos con caras atentas. “Es la plaqueta, chicos.
Van a tener que llamar al service de la empresa. Yo no puedo hacer nada”. Es la
derrota del trabajador artesanal, del tipo de oficio, contra la programación
electrónica de las multinacionales. Es como ver a Messi perdiendo la pelota en
el cerrojo perfecto de una defensa alemana. José nos cobra apenas la nafta de
la camioneta. Le da un beso a Valeria, me aprieta fuerte la mano, recoge su bolso
de cuero marrón y se va. Que no decaiga. Llamo al 0800 de la empresa. Me dan
tres teléfonos para comunicarme con el service. Atiende un contestador con un
locutor engolado, tan distinto a la mujer de José, que al escucharla del otro
lado del tubo uno hasta casi siente el olor de la salsa bolgonesa que está
cocinando. Marco el 2. Música tipo Vangelis.
Me quiero cortar las venas con la plaqueta. Cada un minuto, el locutor engolado
dice “su llamada es muy importante para nosotros, por favor aguarde”. Vangelis.
Cuelgo. Llamo al segundo teléfono. La línea está congestionada. Llamo al
tercero. Contestador engolado de nuevo. Marco 2. Ahora, en vez de música,
suena. Tomo aire para escupir el parlamento al primer ser humano que me
atienda. Suena. Suena, suena y suena. No para de sonar. Lo desesperante es que
está sonando en alguna oficina vacía o hay una serie de pobres callcenters
quemados que no dan abasto con las llamadas y encima escuchan el ring de nuevas
comunicaciones sin poder atenderlas. Cuelgo. Voy a la página de internet. Pido
servicio técnico llenando una planilla con todos mis datos. Que me mate la CIA, pero la heladera me la arreglan. Hay un último
casillero que dice “Comentario Adicional”. Escribo en mayúscula: LA HELADERA DE
SU MARCA DURÓ NADA MÁS QUE CUATRO AÑOS Y LOS TÉCNICOS NO CONSIGUEN LOS
REPUESTOS DE LA PLAQUETA. OFREZCAN UNA SOLUCIÓN.
Continuará.
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