Me tomé el 113 a Barrancas de Belgrano. Me subí al tren que
va a Tigre. Se rompió en San Isidro. Me tomé el que venía atrás. Se rompió en
San Fernando. Caminé seis cuadras y me tomé el 60 hasta llegar al destino
elegido. Cruzando el puente, me encontré cien pesos. Pagué un boleto de barco
por el Delta hasta un lugar que se llama Galeón de Oro. Conocí a una pareja de
españoles: Domingo y Verónica. Ella contó cómo lloró su primo de dos metros de
alto y 150 kilos de peso cuando marchó con los Indignados por Madrid. Él, desde
sus labios ocultos por una barba a lo Bin Laden, habló de su pueblo en
Andalucía, donde tiene una huerta con tomates sabrosos, “no como los
comprados”, aclaró. Comimos almendras y castañas de su cosecha. Mientras
esperaba la lancha de vuelta vi una rata persiguiendo a un pájaro. No lo
alcanzó. Pensé en cómo habrán hecho los milicos para encontrar la casa de
Rodolfo Walsh en ese laberinto de aguas marrones, camalotes y sauces. Cuando volví
a tierra, quise tomar el Tren de la Costa, pero nunca llegó. Un señor me
dijo que no era culpa de los políticos, sino de todos nosotros. Me fui hasta el
tren Mitre. Cuando arrancó, me cayó un chorro de agua fría en la cabeza. Una
señora se río. Me cambié de lugar. Internamente me puse a cantar “Hoy todo el
hielo en la ciudad” antes de saber que ya había muerto Spinetta. Cuando subí al
113 para volver a casa, escuché que en la radio pasaban “Cantata de Puentes
Amarillos”. Si la radio pasa esta canción es porque murió El Flaco, pensé antes
de corroborar la noticia.
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